El 17 de agosto de 1972, en la estación de tren de Colonia, iniciamos nuestra aventura olímpica los más de 100 profesionales que íbamos a cubrir los Juegos de Múnich para la productora TransTel. Allí había productores, técnicos, presentadores, locutores, traductores, editores, y hasta maquilladoras, todos alemanes. El elegante locutor peruano Robertico De la Cruz y yo éramos los únicos latinos del grupo. De la Cruz era nieto del general Sánchez Cerro, el militar que le declaró la guerra a Colombia en 1932. Menos mal que los dos hicimos buenas amigas en el mes y medio que debimos compartir una habitación.
Por razones de costos nos enviaron, no a un hotel, si no a unas confortables habitaciones improvisadas en unas barracas que normalmente servían para montar escenarios de los dramatizados del Canal 2, empresa hermana de TransTel. Allí mismo disponíamos de un comedor con comida caliente las 24 horas.
Ya instalados en el sitio y como faltaban diez días para el comienzo de los juegos y éramos jóvenes, quisimos conocer un poco la muy afamada noche muniquesa. Múnich es la ciudad más glamorosa de Alemania. Es capital del cine. De la industria del automóvil. Del modelaje. De todo cuanto pertenece a ese mundo que los alemanes definen como Lebenskultur, la cultura del buen vivir.
Ciudadanos israelíes durante el homenaje a las víctimas de la masacre de Múnich.
Salimos, pues, esa primera noche en Múnich a ver cuál era la bulla y no tuvimos que andar mucho. A unas tres cuadras de los galpones donde estábamos alojados, en un barrio de las afueras, nos cruzamos con un periodista bávaro al que habíamos conocido unas horas antes, cuando llegamos a ocupar nuestras habitaciones. Él fue la persona que nos guió por todo el lugar y nos llevó al salón donde estaba instalada la consola de switcheo y los dos sets que habían diseñado los escenógrafos para nuestras transmisiones en vivo.
Muy entusiasmado, el amable colega nos recomendó un local de salsa que acababa de abrir en uno de los callejones que conducían a la avenida principal del barrio y para allá nos fuimos. El local se llamaba ‘Aruba’ y lo manejaba un judío que hablaba un español bastante potable con acento y expresiones boricuas. Lo aprendió, dijo, en El Barrio, ese lugar neoyorquino donde la salsa se siente en su casa. El hombre, para probarnos que tenía muchas horas de bembé encima, gritaba “Ecuahey” cuando ponía en el aparato de sonido un tema de Ismael Rivera, y nosotros lo aplaudíamos y le decíamos que él era el verdadero “judío maravilloso”.
Las fuerzas especiales alemanas que fraguaron la emboscada contra los terroristas para rescatar a los rehenes no contaban con sufi ciente experiencia.
Desde la primera noche que llegamos al barcito del judío, tuvimos, en la mesa de al lado, cinco vecinos, que, como nosotros, venían todas las noches. Eran amistosos pero no daban la impresión de querer mezclarse con nadie. Tenían pinta de latinos, pero no lo eran. ¿Serían periodistas, como nosotros?, nos preguntábamos Robertico De la Cruz y yo. Sinceramente, no parecían. Cuando uno lleva años en el oficio puede casi oler quién lo es y quién no lo es.
El judío, que hablaba con ellos en inglés, les llevaba cada noche a la mesa una botella de algo que, según creo recordar, podía ser uno de esos aguar dientes secos, alemanes u holandeses, hechos de fruta, pero a nosotros, a Robertico y a mí, suspicaces como buenos latinos, nos parecía que no se lo bebían y que lo ordenaban tan solo para poder estar sentados y a gusto escuchando aquella música que a todos nos volvía el corazón de mantequilla.
Después de dos o tres horas, los cinco hombres se marchaban y al salir del local nos picaban el ojo, que suele ser una señal de empatía en casi todas las culturas que yo conozco.
Comandos de la Policía alemana tomando posiciones en la Villa Olímpica.
Y así estuvimos, todas las diez noches que precedieron al inicio de los Juegos, picándonos el ojo e intercambiando sonrisas con aquellos simpáticos muchachones morenos, que parecían latinos pero no lo eran y con los que nunca cruzamos palabra. Tampoco ellos hablaban mucho entre sí y cuando lo hacían era con una voz imperceptible, así que ni Robertico ni yo pudimos precisar cuál era su lengua materna.
Lo único cierto era que parecían buenos tipos y que disfrutaban aquella atmósfera de goce caribe. Algunas noches, cuando entrábamos, ya estaban ellos instalados en su mesa y nos miraban, simulando querer ponernos una falta de asistencia o imponernos una multa. Y nosotros les devolvíamos aquellos gestos teatrales con otros que querían decirles: ‘Hey, perdón, llavecitas, por el retraso’.
Pero comenzaron los juegos y se acabaron las noches en el ‘Aruba’. Para nosotros, había llegado la hora de la verdad. El camello duro. Las noches en vela traduciendo al español todo lo acontecido durante la jornada. Por las mañanas, entrevistas. Por las tardes, narraciones de lo que fuera: boxeo, fútbol, basketball. En mi caso personal, apenas dormía, en promedio, unas dos o tres horas diarias. Pero valió la pena. Nuestro trabajo en la Olimpía da muniquesa nos significó el Premio Ondas, que el gerente de TransTel fue a recoger a Barcelona.
Para Robertico y para mí, ‘Aruba’ quedó como un grato recuerdo “pretemporada”. Ya no volvimos a ver a aquellos cinco tipos morenos, poco locuaces, que parecían disfrutar de la salsa con la misma devoción que nosotros. O sí, claro que los volvimos a ver.
Los cinco “amigos” del ‘Aruba’ y otros tres terroristas que nunca estuvieron con ellos en el bar de salsa, fueron autores de la terrible masacre perpetrada el 5 de septiembre por un comando palestino en la residencia olímpica de la delegación de Israel y que, después de hechos que el mundo aún recuerda con horror, fueron abatidos por la policía alemana.
Nunca antes, en una olimpiada, desde sus orígenes griegos hasta 1972, se había derramado tanta sangre. Toda la prensa alemana publicó las fotos enviadas a los diarios por la Policía. Pertenecían a las reseñas, suministradas por la Interpol, de los ocho terroristas autores de la matanza. Ni Robertico De la Cruz ni yo lo podíamos creer. Pero sí, eran ellos. ¡Los cinco manes del ‘Aruba’!